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    Miguel de Unamuno

    El mar de encinas

    En este mar de encinas castellano
    los siglos resbalaron con sosiego
    lejos de las tormentas de la historia,
    lejos del sueño
    que a otras tierras la vida sacudiera;
    sobre este mar de encinas tiende el cielo
    su paz engendradora de reposo,
    su paz sin tedio.

    Sobre este mar que guarda en sus entrañas
    de toda tradición el manadero
    esperan una voz de hondo conjuro
    largos silencios.

    Cuando desuella estío la llanura
    cuando la pela el riguroso invierno,
    brinda al azul el piélago de encinas
    su verde viejo.

    Como los días, van sus recias hojas
    rodando una tras otra al pudridero,
    y siempre verde el mar, de lo divino
    nos es espejo.

    Su perenne verdura es de la infancia
    de nuestra tierra, vieja ya, recuerdo,
    de aquella edad en que esperando al hombre
    se henchía el seno
    de regalados frutos. Es su calma
    manantial de esperanza eterna eterno.

    Cuando aún no nació el hombre él verdecía
    mirando al cielo,
    y le acompaña su verdura grave
    tal vez hasta dejarle en el lindero
    en que roto ya el viejo, nazca al día
    un hombre nuevo.

    Es su verdura flor de las entrañas
    de esta rocosa tierra, toda hueso,
    es flor de piedra su verdor perenne
    pardo y austero.

    Es, todo corazón, la noble encina
    floración secular del noble suelo
    que, todo corazón de firme roca,
    brotó del fuego
    de las entrañas de la madre tierra.

    Lustrales aguas le han lavado el pecho
    que hacia el desnudo cielo alza desnudo
    su verde vello.

    Y no palpita, aguarda en un respiro
    de la bóveda toda el fuerte beso,
    a que el cielo y la tierra se confundan
    en lazo eterno.

    Aguarda el día del supremo abrazo
    con un respiro poderoso y quieto
    mientras, pasando, mensajeras nubes
    templan su anhelo.

    En este mar de encinas castellano
    vestido de su pardo verde viejo
    que no deja, del pueblo a que cobija
    místico espejo.




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