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    Manuel José Quintana

    A Dafne, en sus días

    A aquella airosa andaluza
    Que en las riberas de Cádiz
    Es, por lo negra y lo hermosa,
    La esposa de los cantares;

    A la que en el mar nacida
    La embebió el mar de sus sales,
    Cada ademan una gracia,
    Cada palabra un donaire;

    Ve volando, pensamiento,
    Y al besar los pies de Dafne,
    Dila que vas en mi nombre
    A tributarle homenajes.

    Hoy son sus alegres días;
    Mira cuál todo la aplaude;
    Menos fuego el sol despide,
    Más fresco respira el aire.

    Los jazmines en guirnaldas
    Sobre su frente se esparcen;
    Los claveles en su pecho
    Dan esencias más suaves.

    Y ya que yo, sumergido
    En el horror de esta cárcel,
    Ni aun en pensamiento puedo
    Alzar la vista a su imagen,

    Rompe tú aquestas prisiones,
    Y vuela allá a recrearte
    En el raudal halagüeño
    De su sabroso lenguaje.

    Verás andar los amores
    Como traviesos enjambres,
    Ya trepando por sus brazos,
    Ya escondiéndose en su talle,

    Ya subiendo a su garganta
    Para de allí despeñarse
    A los orbes deliciosos
    De su seno palpitante.

    Mas cuando tanto atractivo
    A tu placer contemplares,
    Guárdate bien, no te ciegues
    Y sin remedio te abrases.

    Acuérdate que en el mundo
    Los bienes van con los males,
    Las rosas tienen espinas
    Y las auroras celajes.

    Vistiola, al nacer, el cielo
    De aquella gracia inefable
    Que embelesa los sentidos
    Y avasalla libertades

    Los ojos que destinados
    Al Dios de amor fueron antes,
    Para que en vez de saetas
    Los corazones flechase,

    A esa homicida se dieron
    Negros, bello, centellantes,
    A convertir en cenizas
    Cuanto con ellos alcance.

    Y cuentan que amor entonces
    Dijo picado a su madre:
    Pues esos ojos me ciegan,
    Yo quiero ciego quedarme.

    Venza ella al sol con sus rayos;
    Pero también se adelante
    En su mudanza a los vientos,
    En su inconstancia a los mares.

    Y fue así. Las ondas leves
    Que van de margen en margen,
    Los céfiros que volando
    De flor en flor se distraen,

    No más inciertos se miran
    En sus dulces juegos, Dafne,
    Que tú engañosa envenenas
    Con tus halagos fugaces.

    Dime, ¿aún se pinta el agrado
    En tu risueño semblante,
    Y respiran tus miradas
    Aquella piedad suave

    Para con ceño y capricho
    Desvanecerla al instante,
    Trocar la risa en desvío
    Y el agasajo en desaires?

    Y dime, a los que asesinas
    Con tan alevosas artes,
    ¿Los obligas aún, cruel,
    A consumirse y que callen?

    Mas no importa: que padezcan
    Los que en tu lumbre se abrasen;
    Que tú, con sólo mirarlos,
    Harto felices los haces.

    Yo también, a no decirme
    La razón que ya era tarde,
    Y a presumir en mis votos
    El bello don de agradarte,

    Te idolatrara, tú fueras
    La mayor de mis deidades;
    ¿Pero quién es el que amando
    No anhela porque le amen?

    De amigo, pues, con el nombre
    Fue forzoso contentarme;
    Pero de aquellos amigos
    Que en celo y fe son amantes...

    Basta, pensamiento; vuelve,
    Vuelve ya de tu mensaje,
    Y una sonrisa a lo menos
    Para consolarme trae.


    16 de Julio de 1815.




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